Apollo


Había pirámides extendidas por todo el desierto,
el sol latía en pulsos de calor nuclear,
y yo tenía sentía la sed que me quemaba por dentro.

Era como la sed de las nubes cuando llueve,
como el mar cuando avanza por la costa para jugar con los castillos de arena,
y vivía en mí, aferrado a unas pocas gotas de sangre diluida.

El oro caía de mi pelo, y en su ardor la arena se enfriaba,
y el siroco se revolcaba entre las dunas mientras que la ciudad se hundía,
y yo solo podía mirar, y la sed crecía.

Lloré mi alma, me arranqué la ropa,
y mudo, alzando mis manos, gritaba ansiando agua,
pero el azul del cielo no me respondió, tampoco lo hicieron las zarzas secas.

Seca estaba mi piel, y mis ojos cerrados en cortina,
con los labios quebrados, y el océano era en ellos,
 mientras las constelaciones giraban en su ciclo de cristales rotos.

Supliqué a los dioses ayuda,
a los demonios pedí auxilio,
pero solo estaba el Rey en su Trono de muerte, y su silencio retumbaba en mis oídos.

Todo lo anegaba aquel ansia, aquel deseo insomne,
aquel viento de malicie y constante susurros,
con caricias de piedra y sal, afilada la voz como las laderas del Sinaí.

Y entonces, llegó Eurus, el viento del este,
y a su paso, barrió la arena y el cristal,
y el desierto se hizo claro y de venerable ancianidad.

Mi sed se calmó, y mis ansias murieron,
las llanuras de silencio y majestad en sus manos han expirado,
y no quedo sino una leve noche sola y terrible.

Ahora soy invencible, una marea de temor,
soy rugido, viento y dolor,
soy imbatible, eterno y fugaz.

Soy el desierto

Soy tormenta, furia, y dios.


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