Caminante


Érase una vez un  caminante que vagaba por el campo,
perdido entre las sombras de la caída de las flores,
con las manos aferrando su viejo cayado de madera de encina.

Su camino estaba ya andado, y sus pisadas parece que son las mías,
pero su ventaja es del tamaño de 60 inviernos,
y sus ojos atesoran todas las tardes de verano que este mundo ha visto.

El caminante está cansado, y sus eones le pesan sobre los hombros como montañas,
pero su boca aun conoce el sabor del viento,
y sus manos tienden con firmeza hacia el infinito que siempre le rodea.

Sus silencios son vastos, y a veces, toscos,
como si fuera un pedazo de madera que se talla poco a poco,
y el mismo tiempo esculpiese sus anchos caminares.

Sin embargo, nada para al silencioso caminante,
ni la noche envuelta en la duda y el pesar,
ni el sol radiante de  vuelta de hoja y palabra de nube.

He visto mil estrellas en su mirada de ámbar y bosque,
la voluntad y la libertad de un pájaro que ha nacido anciano,
con la garganta dolida por el canto siempre eterno a lo hermoso y bueno.

Pobre del sabio caminante, que busca bibliotecas en lo profundo de su memoria,
que conoce el final de su camino,
pero no sabe volver atrás, quizás por miedo, quizás por amor.

Cuando le veo, lleva un olivo a su espaldas y un rosal por cinturón,
su cabeza florecida con trigo y cebada,
y sobre él vuelan los fantasmas de aquellos que una vez le amaron.

Es orgulloso como el roble partido por el rayo,
es río y piedra, el café a las 6 de la mañana,
y el olor de la cocina a té, especias y madera recién cortada.

El cansado caminante conoce el nombre secreto de la belleza,
los susurros de la primavera y los puentes romanos,
y esconde su rostro debajo de una sonrisa pequeña y brillante.

Ahora, caminante, ven y siéntate a mi lado,
descansa a mi  lado, que yo te daré cobijo,
y deja que te cuente una historia.

Deja que te hable del hombre que hacía espadas de madera escondido en un granero,
del que no quiso querer a un conejo, y terminó llorando su partida,
del que amaba la campiña con la fuerza del otoño y los libros antiguos.

Te hablaré de su voz siempre calmada,
de sus manos anchas y cálidas,
de sus dudas y sus penas, de su poesía y sus noches en vela.

Te contaré las risas que escuché en su coche, los consejos que nunca seguí,
pero sobre todo, te hablaré de sus abrazos como tempestades de hogar,
 y de las veces en las que cantaba sus canciones, cuando nadie le oía.

Ven caminante, que tu rostro está ya ajado, y tu bastón, roto,
y toma asiento junto a mí, a este lado del camino.
Dime caminante, ¿puedes oír las campanas repicar? No preguntes por quién repican.


Repican por tí.






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