Cobarde
Sentado ante el Dios en las alturas,
pequeño e insignificante, inocuo mortal,
y la música en celeste y plata que resuena en la catedral.
Furia eterna desde las nubes de las cristaleras,
en descenso de rayos y palabras de lejanía,
diamantes rotos sobre los ojos del ciego que no quiere ver.
¡Cobarde, Dios, cobarde!
Tú que me encerraste entre las cuatro paredes de este mundo,
tú que alzaste la voz por encima de la tormenta de la demencia.
Es la tuya la falta de valor del mar cuando sale la luna,
el aullido del lobo solitario,
la caída de las estrellas otoñales en sinfonía de blanco y negro
¡Cobarde, Dios, cobarde!
Cobarde por no existir, porque tu sagrado trono se alza sobre los huesos de los Santos,
porque tu Luz no es la del alba, sino la de un ocaso de hojas marchitas y labios sellados.
Y como si de un susurro se tratase, el llanto escapa de mis entrañas,
mezclado con el amargor de un invierno que se duerme en silencio,
mientras que el Edén cierra sus puertas y las luces se apagan.
Mis manos se cierran en puños de firme convicción,
mi corazón es ahora de hielo y piedra,
y tu santa morada arde, mientras los demonios llaman a las puertas del Paraíso.
Cobarde, Dios, cobarde.
Cobarde por entregarnos las llaves del dolor y marcharte,
por crear un firmamento de promesas inalcanzables.
Cobarde, Dios, cobarde.
Cobarde por hacernos hermanos y darle sabor de gloria a nuestra sangre.
Baja ya de un vez de tu asiento de oro y esclavitud, Dios alfarero, y ensuciate con nosotros.
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