Suicidio en 4ª persona



Hace un tiempo que contemplo al chico que se mira en el cristal,
intentando adivinar cual es la vena adecuada,
con la papelera bien cerca, por si acaso hace falta no salpicar.

Siempre callado, vagando por las calles como una sombra olvidada,
con la cara pálida y el reflejo vuelto hacia las estrellas,
y su sonrisa no es más que la mueca de una escalera torcida.

Su sonrisa está torcida, sí, por el peso de sus breves años,
de las innombrables tormentas, de los rayos desgarradores,
del rock duro y las lágrimas secas, como ese clavel que se marchita en un rincón de su cuarto.

A veces este chico me busca, pero nunca ha sido capaz de encontrar mis ojos, 
y últimamente su bufanda verde ha dejado de resonar en el gris de las calles,
como si sus pisadas ligeras ya no tuvieran fuerzas para dar un paso más.

Y su soledad es tan grande, tan vacía, tan burlona, 
y su casa está tan oscura y triste, que cuando abre la puerta solo escucha el tronar del silencio,
que como una brisa suave, acaricia sus cabellos en medio de la tarde moribunda.

La niebla de esta ciudad, de sus multitudes sin cara, de sus edificios amenazadores,
se le ha metido en los huesos, y aferrada a ellos, nunca más saldrá,
hecha de prisas, alquitrán y una pizca de lluvia.

Y es esa puta niebla, la del olvido, la de aquellos que son devorados,
que se lo come por dentro y le mata las esperanzas,
la que poco a poco, le acerca la papelera mientras se mira  en ese cristal, por si salpica.

Muchas veces le he saludado, pero nunca parece acordarse de mi, 
oculto como estoy entre las sombras de mi propio cristal,
un simple fantasma en una maraña de recuerdos arrojados a la basura.

Pobre de aquel que se marcha sin ser detenido,
de aquel que torna su eco en noche, sin apenas ser sentido,
y que solloza en cada esquirla de invierno que invade su cuarto.

Hace ya un tiempo que no veo al chico que se mira en el espejo,
y sé que ya no me busca, porque nunca supo encontrarme,
y también sé que tuvo la papelera bien cerca, por si salpicaba. 

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